viernes, 1 de julio de 2016

Cita a ciegas


Sábado frío. Con esa mezcla de bruma y día en blanco que invita a la melancolía.
Aunque ahora estamos protegidos por enormes cúpulas transparentes, nos quedan reflejos de cómo nos afectaban  los cielos grises.  
El habitáculo que ocupo, con sus paredes de un blanco brillante, es amplio, cómodo.  Una mesa, dos sillas, algo parecido a lo que llamábamos sommier, con un colchón muy  alto y blando cubierto por una tela negra, forman el escaso mobiliario.
Al fondo, sobre un largo estante, pueden observarse las bandejas con alimentos sintéticos, los captadores de memoria, la enorme pantalla de cristal líquido. También una carpeta de tapas amarillas que lleva inscripto un título en letras azules: “Programa galáctico de encuentros”. La luz, intensa y uniforme, irradia una sensación de paz.
Se abre la única puerta, dos hombres lo apoyan, cuidadosamente, contra una de las paredes del habitáculo y se retiran. Se acomoda en un rincón, como a la defensiva. Es alto y fibroso.
Comienza a moverse lentamente, como reptando. Pero en su sitio, sin avanzar.
Cualquiera diría que me observa. Aunque no pude advertirle ojos. Estamos así un rato, quietos, observándonos. Casi al acecho.
Las instrucciones de la carpeta amarilla dicen que lo espere sobre el colchón.
Tengo puesta una túnica liviana de un blanco transparente que se confunde con mi piel. Cuando me acuesto,  mi cuerpo queda dibujado sobre la funda negra.
Pasa un tiempo, no sé cuánto. Un sopor agradable me invade. Me quedo dormida.
Un sonido de algo que se arrastra me despierta; se esparce por el piso moviéndose hacia mí. Me rodea. Cuando al fin logra hacer contacto, no puedo evitar estremecerme. Un calor me invade. Como una corriente, atraviesa todo mi cuerpo.
Las primeras fibras se enrollan en mi brazo derecho. Sus terminales, como pequeñas almejas, se posan sobre mi piel. Se abren y se cierran comprimiéndola, pellizcándola, dejándome pequeñas manchas rosadas. Me surgen, espontáneamente, palabras incoherentes de placer.
Aunque sé que no me comprende, pareciera que lo invito a ser más audaz. Otras fibras, más largas, se introducen debajo de mi túnica. Una, dos, varias a la vez, me van cubriendo todo el cuerpo. Puedo moverme, pero no lo deseo. Decido quedarme quieta  y dejarlo hacer.
Otra oleada de calor, esta vez más fuerte, me vuelve a recorrer, se mete por todos mis poros. Atada por ese ser fibroso me abandono cada vez más. Cuando toca mis partes más sensibles, doy un respingo y se detiene. Permanece inmóvil. Como si no quisiera hacerme sentir incómoda.
Cierro los ojos y dejo de pensar. Trato de olvidarme de quién soy y qué hacemos. Me abandono a mis sensaciones. Sensible,  parece entenderlo. Repta con toda su masa sobre mí, termina cubriéndome casi por completo. Exacerba mi placer sentir que estoy atrapada. Ahora sí. No se detiene. Recorre cada milímetro de mi cuerpo. Insiste, ya sin pudor, en las zonas erógenas que me transportan a un goce sin límites. Comienzo a moverme como puedo con él en una danza voluptuosa. Cerca de mi orgasmo, sus terminales rosadas se ponen rojas, se enroscan en mi cuello. Cuanto más fuertes mis gemidos, más me aprieta. Me pierdo en un torbellino de sensaciones. Mi mente no existe, sólo mi cuerpo vibrando al unísono con el de él. Finalmente, lanzo un grito ahogado y profundo.
Nos quedamos enredados e inmóviles un largo rato.
Anochece cuando suena el timbre. Con mucho cuidado lo levantan, se lo llevan.
A la mañana siguiente, aún tibia y conmovida, salgo al jardín. A lo lejos, se recorta un sol pálido que se abre paso entre las nubes grises.




viernes, 17 de junio de 2016

LO QUE SE

LO QUE SÉ


A partir de los quince años comencé a educarme solo. Mamá leía a Moravia, papá el Digest y biografías de personajes como Napoleón, para descifrar porqué habían sido exitosos. Veían películas de acción o comedias de Doris Day. A los 18, “Jules et Jim”, que hasta hoy sigue siendo mi película favorita, me mostró una relación diferente entre hombres y mujeres que la que me habían enseñado mis padres. Iba al Lorraine todos los días. Ver los primeros films de Bergman fue como seguir un curso intensivo sobre el amor, el matrimonio, la pasión, la infidelidad. Después siguieron Fellini, Visconti, Godard. Fueron años de genios. 


Chandler, Hammet, Mac Coy, los policiales de la serie negra me enseñaron como funcionaba el mundo. La frontera difusa entre el bien y el mal. Que los ricos y poderosos podían manejar la ley a su antojo. Nada era lo que aparentaba ser y había que moverse con cuidado.


Siempre quise expresarme. Soñaba con trabajar de algo que me hiciera feliz y me pagaran por ello. Levantarme contento todas las mañanas para ir a hacer eso que quería hacer. Ser arquitecto me lo permitió durante varios años y aún hoy, cuando lo hago, me sigue emocionando. Ver hechas en la realidad cosas que uno dibuja en un papel te crea sensaciones cercanas a la felicidad.


Siempre me gustó escribir. Es otra forma de expresarme. Lo mejor es que no hay clientes entre medio. Sólo lectores anónimos. Pero no es sencillo publicar lo que uno escribe. Nada es perfecto. Aun así, hay que ir en busca de lo que uno quiere ser. Es lo único que vale la pena en la vida. Renunciar a eso es hundirse en la mediocridad. Prefiero la lucha. La gente vive descontenta porque se la pasa haciendo cosas que no quiere hacer.


La tensión, el exceso, me motiva. La paz, la calma, la dejo para los veraneos. Me encanta sentarme en una reposera cómoda mirando el mar. Me puedo quedar horas así, sin hacer nada. Odio trabajar cuando estoy descansando.

Tuve amigos que usaban sus veraneos para ir de campamento. Descansaban trabajando. Yo leo. Me pongo al día con los libros que se fueron juntando durante el año. Vuelvo pleno de energía y cargado de las vivencias de otras personas que es lo que me transmiten los buenos libros. 


No se puede vivir con miedo. Es cierto que el mundo es un sitio hostil, pero creo lo que te tenga que pasar, te pasará, no lo podrás evitar. Sé que es una forma fatalista de ver las cosas pero es lo que me permite vivir sin miedo. No soy tonto, no tomo riesgos inútiles, me cuido todo lo que puedo, en todos los aspectos. Sólo tengo un momento a la mañana muy temprano en que suelo despertarme aterrorizado por todo lo que me puede deparar el día que se inicia: errores, fracasos, discusiones, accidentes. Mientras me afeito, me visto, voy recuperándome y, cuando salgo a la calle, estoy entero. Listo para enfrentar lo que me depare la vida.


Tengo cuatro hijos varones. No fui bendecido por hijas mujeres como hubiera querido. Cuando son chicos te idolatran. Cuando crecen te critican. Quieren ser diferentes. No importa que seas un buen tipo, que hayas sido un buen padre, quieren ser distintos de vos. Crecen a tu costa. Contra vos. Es doloroso, pero hay que entenderlo, es parte de su crecimiento y hay que poder pasarlo.


Educar hijos es complicado. Hay que enseñarles que el mundo no es lo que parece ser.
Que tienen que decodificar un continuo bombardeo que viene de la calle, de la prensa, de la televisión, de otros chicos que ven la realidad como se la hacen ver. De continuo tienen que aprender a distinguir lo real de lo ficticio, lo verdadero de lo falso. Y aun así, que hay leyes que son antipáticas pero que, para vivir en sociedad, hay que respetarlas. No es un trabajo sencillo. Mis cuatro hijos lo entendieron y eso me llena de satisfacción.


Mi padre quería a toda costa que trabajara con él. Tenía un negocio de venta de productos de los más variados. Como no me interesaba, me negué. Se ofendió. Pasó unos años sin hablarme. Hasta que un día se acercó a la habitación donde yo dibujaba mis proyectos para la facultad y me dijo: “Estoy contento que sigas Arquitectura, te va a ir bien”. Tres meses después tuvo una obstrucción en la tráquea y murió. Yo tenía 22  y él 62. Hasta hoy bendigo su interés por reconciliarse conmigo.


Nunca traté de influenciar a mis hijos para que se dedicaran a esto o a lo otro. Me interesó que tuvieran los ojos bien abiertos y que fueran buenas personas. Después, que hicieran lo que quisieran con sus vidas. 


Es tonto morirse. Se llega a la edad en que la vida puede terminar en cualquier momento con una lucidez extraordinaria. Si conseguimos llevarnos lo mejor posible con nuestro cuerpo, son los mejores años. Los hijos son grandes, tienen sus vidas hechas y te podes dedicar a las cosas que más te gustan.  Llegará un día en que la ciencia alargue la vida al doble o al triple de lo que hoy vivimos. Va a ser hermoso poder vivir muchos años más después de haber llegado a la madurez que se alcanza entre los 60 y los 80. 


Odio el exceso de tecnología que nos rodea. Rescato al DVD, que me permite volver a ver todas las veces que quiera las películas que me dieron placer. Y a Internet, que pone a mi alcance todo el conocimiento que existe, desde las frivolidades más tontas hasta los temas más serios. Aborrezco los celulares. En los restaurantes veo a las parejas unidas a sus celulares durante toda la cena. El otro no existe. Es un espectáculo muy triste de ver. 

domingo, 17 de abril de 2016

El iluminado




Cuando Jerónimo Casadebal cumplió 22 años, su padre lo invitó a almorzar. Fue un hecho inusual. El padre se iba a las ocho de la mañana y no volvía a casa hasta avanzada la tarde atendiendo la empresa familiar. Lo llevó a su restorán preferido, reservado para las ocasiones especiales. Pidieron cada uno sus platos favoritos, hablaron de la melancolía de la madre, de la violencia del hermano mayor, de la dulzura de la nena más chica. Cuando llegaron a los postres, Petrel Casadebal le preguntó a su hijo qué ideas tenía para el futuro. Ya estaba en edad de asumir responsabilidades y tenía la secreta esperanza de que su hijo predilecto, en algún momento, se hiciera cargo del negocio. Para Jerónimo Casadebal no tener ninguno era su mejor plan. Ni siquiera se había detenido a pensar en su futuro. No veía en su horizonte carreras universitarias y, menos aún, trabajar al lado de su padre. Eso significaba un porvenir pleno de responsabilidades donde él, algún día, se tendría que hacer cargo de su familia.  Cuando ocurrió la crisis del 2001, su padre comandó el salvataje de la empresa, la sacó a flote. ¿Por qué no podía seguir siendo así por muchos años más?
Nacido a comienzos de los ochenta, Jerónimo Casadebal había crecido con la democracia.
Con la abulia de saber que los demás se ocupaban de lo que había que hacer.
Unos meses después, con su desilusión a cuestas, Petrel Casadebal le consiguió a su hijo un puesto en una enorme y prestigiosa compañía de seguros que, de acuerdo a sus deseos, le exigiría el mínimo indispensable de esfuerzo. Bastaría con llegar a horario, sentarse en su escritorio, desde donde tenía una magnífica vista de plaza San Martín, esperar la llegada de clientes nuevos o dedicarse a completar formularios siempre iguales de los que ya estaban en curso. Comenzó para Jerónimo Casadebal una época feliz. Esperaba con ansiedad la llegada de la hora del almuerzo. Sus momentos de mayor placer eran los mediodías soleados. Tomaba la vianda que traía de su casa, cruzaba la calle, se acomodaba en uno de los bancos en lo alto de la barranca del gran parque y dejaba que su vista se perdiera en la alfombra verde que se deslizaba suavemente hacia Retiro. Disfrutaba de su soledad en medio del ir y venir de turistas ruidosos sacándose fotos, mezclados con esa otra gente de carpeta y portafolio, seria y apurada, como si fueran en pos de objetivos definitorios para sus vidas.
Qué podía ser más importante, pensaba, que disfrutar de un descanso observando la pasión que los demás ponían en sus ajetreadas vidas, empujados por sus angustias y necesidades.
Su devenir, en cambio, se asemejaba al de un velero deslizándose en un lago, llevado como de la mano por una brisa apacible, envuelto por el sol de un día de primavera.
Eso fue así hasta un mediodía ventoso y nublado en que ese hombre osó sentarse a su lado, justo en su ubicación privilegiada, con una vista panorámica de la avenida del Libertador, la Torre de los Ingleses y el Sheraton, lugar que sentía de su propiedad. Ese hombre extraño, además, no se sentó en un extremo como enseña el pudor habitual dejando entre los dos la distancia necesaria. Ubicó su cuerpo en el medio del banco, como diciéndole que le disputaba su fantasía. Esa proximidad lo inquietó. Cuando la cercanía es tan estrecha, se pueden llegar a percibir los olores del otro y eso, cuando se trata de desconocidos, no es algo agradable. Las plazas, pensó, aun las más distinguidas, no pueden eludir su fama de refugio de toda clase de especímenes humanos y acontecimientos indeseables.
Algo incomprensible lo inquietaba y lo atraía por igual de ese hombre de vestimenta austera, parecido a un oficinista como él, pero venido a menos. Su pantalón de corderoy azul, zapatos negros y saco gris claro habían tenido, con seguridad, mejores épocas. Pero conservaban, observó, una distinción, un gastado señorial, un cierto aire profesoral. Sería un intelectual, se dijo, quizás para aventar otras ideas.
Sentados como estaban, no podía ver bien su rostro. Le pareció un descaro de su parte torcer la cabeza para mirarlo, pero su curiosidad pudo más y, al buscarlo con la mirada, se encontró con la de él. Era un hombre de unos cincuenta años bien llevados, tez muy clara, ojos firmes, cabello abundante y gris, que le confirmaban la presunción de estar frente a un maestro o un artista.
Cohibido, sólo se le ocurrían trivialidades y antes que balbucear incoherencias, prefirió el silencio. El otro sí habló. Conocía de lo que hablaba y no le costaba hacerlo. Fue directo, frontal.
Terminada su hora de almuerzo, Jerónimo Casadebal se disculpó, tenía que volver a su trabajo. No sabía bien por qué, pero estaba seguro de que iba a volver a encontrarse con ese misterioso personaje al día siguiente y también en los días sucesivos. Es más, que iba a desear encontrarse con él. Como si ese hombre, desconocido hasta ayer, le hubiera inoculado una droga que lo estimulaba con entusiasmo a dudar de sí mismo, de su pasado, de los hechos que ocurrían a su alrededor, de su familia, del mundo, de la historia de la humanidad, en la que nunca había pensado demasiado. Sintió que Jan Niilus, así dijo llamarse el extraño compañero de banco, lo llevaba por primera vez a ver una realidad distinta a la habitual, igual en muchos aspectos pero diferente en lo esencial. No podía pensar claramente todavía. Pero su mundo poco a poco mutaba. Se le ocurrió pensar en las serpientes. Una nueva piel aparecía, oculta bajo la conocida. Se imaginó como un juguete al que le fuera posible ver el mecanismo de relojería que se escondía dentro de sí, las piezas y engranajes que lo constituían, que le permitían ser quien era. Los mismos nombres y ámbitos se le aparecían ahora con distintos significados.
Pasaron un par de semanas y la exposición a esa rara persona le quemaba. Hubo momentos en que hubiera querido huir, salir disparado sin más, sin explicaciones. Pero no, algo lo atraía con tanta o más fuerza que la que lo repelía. Quedarse a escucharlo era acercarse peligrosamente a una llama atractiva y poderosa. El calor, irresistible, corría parejo con el terror de morir incinerado. 
Empezó a dormir menos, a las seis ya estaba en pie. Un sábado se lanzó a caminar sin rumbo por la ciudad durante varias horas; fue de Belgrano, su barrio, hasta Barracas. Allí tomó un colectivo cualquiera que lo llevó a la provincia. Sacó un boleto hasta la terminal. Cuando llegaron a Quilmes ya era de noche, el chofer lo obligó a bajarse. Parecía una locura, pero se quedaría allí el tiempo necesario para aclarar sus ideas, tomar decisiones. Agotado, se acomodó como pudo en un banco de una pequeña plaza mal iluminada. Invadido por una extraña tranquilidad, se durmió de inmediato. Soñó con Jan Niilus, que no dejaba de hablarle mientras recorrían juntos la ciudad y sus parques. Le había perdido el miedo, se sentía bien con su cercanía. 
Transcurrido el domingo, volvió con algunas frases grabadas en su mente.
Una fue: “soy el dueño de la clave del futuro de la humanidad”. Él la tenía y no sabía aún qué hacer con ella.
Otra: si poseía una verdad fundamental para el género humano debía difundirla, ser su portavoz. El mundo entero tenía que conocerla, marchar de allí en más en la dirección correcta. Basta de dudas y errores. De violencia sin sentido. De muertes innecesarias.
Perdió su trabajo en la compañía de seguros. No lo lamentó. Hacía tiempo que estaba incómodo, sus compañeros se habían transformado de la noche a la mañana en burdos títeres compitiendo entre sí en un teatrillo ridículo en el que él ya no quería participar.
Hizo un intento de hablar con su padre. Lo citó en un café a la salida del trabajo. La  desorientación  que le generaron sus palabras lo convenció de que mejor era dejarlo en paz.   
Retornó a Jan Niilus. Le pidió su dirección. Una persona así sólo podía vivir en Flores.  Allí fue una tarde fría de invierno a visitarlo en su casa, antigua como un templo romano. Le contó de su nueva piel, del azoramiento en que se encontraba.
Aquí hay algo del nirvana del príncipe Siddartha, le dijo Niilus; del sattori de Jean Gebser o los ángeles de Swedenborg. Le habló de esos personajes de los que nunca había oído, de los sucesos extraordinarios que habían ocurrido en sus vidas.
Jan Niilus, pragmático profesor retirado de filosofía, sólo había descubierto que Jerónimo Casadebal era un hombre común en una situación excepcional. Que el darse cuenta lo había asaltado de improviso en un momento cualquiera de su apacible vida de la manera más casual. Que él sólo había pronunciado las palabras justas para que el milagro ocurriera, mostrándole los pliegues donde se esconde la realidad y que permite, al verla, intuir hacia dónde va el mundo.
Y ahora él era un iluminado. Un portador de la verdad.
Imposible no responder a esa llamada. 
A partir de ese día, se dedica a frecuentar los parques de la ciudad. Comparte un banco o el borde de un árbol con una persona joven y le habla. Algunos lo escuchan. Otros, molestos, se levantan y se van. Por las noches se arrebuja en una bolsa de dormir de sus épocas de estudiante. Muchas veces, Jan Niilus lo acompaña.  


jueves, 21 de enero de 2016

RECONSTRUCCIÓN


A Samanta Schweblin


Esperé  todo el año y creo que, al fin, llegó el momento.
Lo mejor era hacerlo en otoño o primavera, cuando hay poca gente. Para el caso, hubiera sido lo mismo. Pero en esas épocas del año yo no tengo vacaciones.
Ahora sí, empieza enero y dispongo de dos semanas para hacer lo que se me cante.
Voy a tratar, simplemente, de reconstruir los hechos tal como fueron leídos.
Llegué a la conclusión de que esa es la única forma: reconstruirlos, y lo más fielmente posible. Quiero advertir que no soy ni policía, ni detective privado, ni forense.
Aprendí que cuando uno está obsesionado con algo lo mejor es expresarlo. Contarlo, por ejemplo,  podría ser una solución, pero se requiere una persona inteligente que escuche, alguien en quien se pueda confiar. En su juicio, digo, en sus razones. Tienen que parecer válidas sus interpretaciones. Y yo a ese no lo tengo. O más bien (digamos la verdad) este caso, especialmente complicado,  prefiero no contárselo a nadie. Resolverlo solo.
Fue así que se me ocurrió lo de la reconstrucción. ¿No es lo que se hace siempre que hay un crimen? Seguro que pasar por esa experiencia te aporta datos que antes no sabías (eso creo yo por lo menos).
Un mes antes de las vacaciones me fui por un fin de semana a la costa y encontré una casa que podía encajar con la reconstrucción. Era una casa vieja y un poco desvencijada en un balneario apartado y solitario. Eso estuvo bien.
Lo más difícil fue encontrar al cavador.
¡Bah!, cavadores hay por todos lados. Tipos que hacen pozos para piletas de natación, para encontrar las napas de agua o para hacer los cimientos de una casa.
Pero, ¿cómo explicarle al cavador que sólo tenía que cavar un pozo cerca de la casa que había alquilado? Seguro me iba a preguntar para qué quiero el pozo. Y yo no le iba a poder contestar: para la reconstrucción. ¿Qué reconstrucción?, me iba a preguntar.
Al final lo resolví de la siguiente manera (que es una forma en que se resuelven muchas cosas): “Vea, don, le pago doscientos pesos para que cave un pozo de un metro de diámetro y de una profundidad que le voy a decir sobre la marcha de cuánto va a ser y cien pesos más para no hacer preguntas”.
El primer tipo al que se lo planteé me mandó a la mierda.
El segundo estuvo interesado, pero pudo más su desconfianza y tampoco aceptó.
Mi hombre resultó ser el tercero. Tenía que ser un poco inescrupuloso. Iba a los mangos y le importó un pito para qué era. Un pragmático el tipo.
Lo más difícil fue convencerlo de que tenía que empezar a cavar varios días antes de que yo llegara. Tuve que pagarle doscientos y prometerle que le iba a dar los cien que faltaban cuando terminara. Aceptó a regañadientes.
Cuando todo estuvo organizado me volví a Buenos Aires.
Al mes regresé a la costa con mi auto. La noche anterior había leído todo por décima vez para no olvidarme de nada.
Llegué, dejé el auto cerca de la ruta porque no se podía seguir por la altura de los pastizales (ya había empezado la reconstrucción) y me encaminé hacia la casa. A unos pocos metros de la entrada tropecé con el cavador. Era hábil. El pozo tenía un metro de diámetro y una profundidad impredecible (no se veía el fondo). Le grité: “Oiga, don”.
Primero asomaron las manos y luego todo el cuerpo del cavador. “¿Sigo, patrón?”.
Asentí con la cabeza sin mucha convicción y me metí en la casa.
Decidí no salir por ese día y dedicarme a pensar. Estaba en medio de la reconstrucción.
A la mañana siguiente fui al almacén a comprar provisiones. No lo vi al cavador.
Cuando el almacenero me preguntó “¿cómo anda el cavador?”, me di cuenta de que a pesar de haber leído el manuscrito diez veces me había olvidado del detalle del almacenero. No había hablado previamente con él. No le había dado instrucciones. Y a pesar de no haberlo hecho él sabía que cerca de la casona de la playa había un cavador.
Volví a la casa. El cavador estaba junto al pozo y lo invité a refrescarnos juntos en el mar.
Era una día sin viento y las olas llegaban mansas a la orilla. El sol brillaba. Recuerdo que nadé un buen rato.
Cuando salí, el cavador no estaba. Fui hasta el pozo y allí tampoco lo encontré.
Por curiosidad tanteé los bordes del pozo. En varias partes la tierra cedió. Cayeron grandes terrones  haciendo un ruido seco contra el fondo.
De acuerdo con la reconstrucción tenía que ir a buscar una pala y tratar de reparar de algún modo los bordes. Estaba cansado. Resolví apartarme del libreto y parar. Descansar un rato.
Me senté en una vieja mecedora que estaba en el porche. Al rato dormitaba. Soñé con el cavador. El pozo es suyo, decía, el pozo es suyo.
Cuando desperté, ya era el atardecer.
Sentí que la reconstrucción estaba llegando al final y me estremecí.
Cuando llegué al pozo, noté que el cavador había mojado los bordes. Era inevitable. Resbalé y caí. Eso no estaba en el cuento que me obsesionaba hacía un par de años y tampoco era parte de la reconstrucción que estaba haciendo de él.
Seguí cayendo y cayendo. Parecía que el pozo no tenía fin.
Fue en ese momento que comprendí. Mientras caía, finalmente,  comprendí todo.

jueves, 31 de diciembre de 2015

CACHO






Suena el teléfono. Se me ocurre que es un ruido en medio de un sueño. No le doy bola, pero sigue sonando. Abro los ojos, miro el reloj. Las seis y media. ¿Quién será el boludo que se le ocurre llamar a esta hora? Tanteo en medio de la oscuridad hasta que encuentro el auricular. Lo levanto, me lo apoyo en la oreja que tengo libre con una puteada en la punta de la lengua. Del otro lado me llega un “hola” ronco, inconfundible.
Hola Cacho, ¿qué onda?, le digo. ¿Cómo qué hago?, estoy apoliyando. ¿Me olvidé, de qué me olvidé?  Pensé que era mañana, te lo juro por mi madre Cacho. Ya me levanto, ningún drama. A las doce estoy ahí, dalo por hecho. ¿Alguna vez te fallé?
Me doy vuelta, mi cuerpo se roza con el de la Yoli que me vuelve loco como el primer día. Tiene puesto un corpiño nada más, se lo desabrocho despacito, con cuidado, para no despertarla. Le meto una mano entre las piernas. Pega como un saltito, pero sigue durmiendo. Le acaricio los muslos tersos, los separo de a poquito y me monto con la pija a mil. Siempre que me llama Cacho y tengo que hacer un trabajo me pongo como loco. Tengo que coger, no puedo empezar el día sin coger. La Yoli está acostumbrada y me deja hacer. Cuando se la pongo se mueve despacio, entre despierta y dormida. Creo que ella sueña que garcha con otro. Me pongo un poco celoso, pero sigo. Le chupo las tetas, le muerdo los pezones. Entra a moverse un poco más. Entro y salgo varias veces. Está toda mojada, entonces se la dejo adentro más tiempo, la aprieto fuerte. Me enlaza el culo con las gambas y no me deja salir más. Me clava las uñas en la espalda. La agarro del pelo. Para que acabe tengo que agarrarle fuerte el pelo. Le meto la lengua en la boca. Me la muerde, me la chupa. Me vuelve loco la Yoli, estoy por reventar. Le digo boludeces al oído: putita dulce, cojona, te la recontrameto, ¿te gusta guachita? Le aprieto fuerte el cuello. Se oye un quejido largo. Yo grito como si fuera Tarzán. Nos quedamos quietos un rato. Me levanto. Le doy un último beso en una teta, la tapo. Se da vuelta para el lado de la pared y sigue durmiendo como si nada. Pero ya está, ya cogí; abro la ducha y le doy al agua fría para despertarme bien. Me seco, me pongo un jogging, una remera y subo al altillo. Hago diez abdominales, veinte barras, media hora de pesas de distintos tamaños. Cuando tengo algo que hacer quiero estar diez puntos. Si veo una mosca cerca quiero agarrarla al boleo de una. Vuelvo a ducharme, esta vez con agua tibia, afilo la navaja y me afeito. Para los días especiales elijo un vaquero y una camisa finoli que dejo fuera del pantalón para que no se vea la 38 que tengo contra la espalda. Le dejo una nota a la Yoli que no me espere, hoy vuelvo tarde, abro la puerta y salgo.
Está lindo el día, el sol está a full. Como tengo tiempo me doy una vuelta por el bar del Beto. Cuando nos miramos, él ya lo sabe. Un café negro bien caliente, una ginebra y el Clarín. Para entretenerme un rato con las boludeces que dicen los políticos, el choque del día, la dieta de la manzana. Le dejo un billete de cincuenta al Beto, junto dos dedos y me los llevo a la sien dos veces, él asiente con la cabeza. No hace falta decir nada. Salgo, busco un taxi. Elijo un coche piola con aire acondicionado. Al Paseo Alcorta, le digo. El tachero empieza a hablar como todos los de su gremio. Digo todo que sí mientras pienso: ¿quién será esta vez?
Son las once y media. Recorro la planta baja. Está lleno de minas garcas y tipos con corbata. Entro en un negocio de ropa cara. Pregunto el precio de una remera. El vendedor me mira con cara de “¿de dónde saliste, negro de mierda?” La llevo, le digo con sorna. Me la entrega en una bolsita pituca. Busco los baños, entro en uno, me cambio. Meto la camisa y la 38 en la bolsita. Subo en ascensor al piso de comidas. En el Mac Donald lo veo al Rolo. Hay un sobre marrón arriba de su mesa. Paso como si nada, haciéndome el distraído y levanto el sobre. Me siento en uno de los cafés, pido un cortado, saco la foto del sobre. Es de una rubia preciosa vestida con un pantaloncito, una prenda chiquita que parece una bikini y zapatos con tacos finitos y altos. Está apoyada sobre la barra de un boliche donde, por los chirimbolos que se ven detrás de ella, debe ir gente importante. ¿En qué lío se habrá metido esta pendeja? Porque no creo que tenga más de veintipico. Según Cacho, a las doce va a ir a retirar algo de un negocio enfrente de donde estoy sentado. Media hora después pasa al lado mío. Su piel muy blanca contrasta con la ropa negra que eligió ponerse hoy. Cuando sale del negocio con el paquete la increpa un tipo. Discuten, primero por lo bajo, después a los gritos. Al macho no lo conozco. Está bien vestido, entona con el lugar. La quiere llevar de un brazo, ella se resiste. Le da una cachetada. Me paro, dejo treinta mangos para el café y me acerco. Quiere dejar tranquila a la señorita por favor, le digo, muy educadito. “¿Y vos quién sos pelotudo?, rajá de acá”, me contesta. Le agarro el brazo, se lo tuerzo hasta casi quebrárselo. El tipo chilla como las ratas cuando caían en la trampera en la casa donde vivía cuando era pibe. Andate, le digo, desaparecé. Lo fulmino al tipo con mi mirada de tigre y se va apurado por la escalera mecánica que está al lado nuestro. Se acerca uno de seguridad. “¿Todo bien?”, le pregunta a la mina. Ella lloriquea, pero asiente. Cuando el milico se va nos quedamos mirándonos sin saber qué decir. Ella no sabe si agradecerme o rajar. Yo tengo que seguir las instrucciones de Cacho y dudo; pienso, por primera vez, que no quiero hacerlo. Y eso que no soy de esos boludos que se la pasan pensando en lo que van a hacer, en mi puta vida leí un libro, llegué a segundo grado y a duras penas aprendí a leer y escribir. Pero la pendeja es un encanto y yo estoy a mil. Me la quiero coger ahí mismo. Me la llevo a un baño y me la cojo. No es como la Yoli, no le sobra nada, pero tiene un perfume propio que me marea, ojeras debajo de los ojos, una mirada triste que me lo cuenta todo.
Vamos, le digo, te invito un café.
Durante media hora habla ella sola. Me importa un carajo lo que le pasa, pero la escucho, no sé qué mierda estoy haciendo sentado acá con esta mocosa, pero sigo mudo, escuchando. Al final, digo la boludez más grande de mi vida. Tranquila, vení conmigo. Bajamos por la otra escalera para que el Rolo no nos vea. Tomamos un taxi. Vamos al Aeroparque. Le saco un pasaje a Punta del Este donde me dijo que tiene una amiga. Tomá, te doy diez lucas, te va a alcanzar por un tiempo. No vuelvas por un rato largo, hacé la vida que quieras, la que a vos te gusta. Sos joven, te va a ir bien, la vida sonríe a los hermosos. Puta madre, ni yo me creo las taradeces que le digo. Ella deja de llorar. Toma mis  manos entre las suyas, me las besa con ternura. Nunca nadie hizo eso conmigo. Mi vieja estaba en otra. Mi viejo era un borracho, por cualquier pavada me fajaba.
Me quedo con ella hasta que la llaman para abordar. Gracias, me dice, no sé porqué lo hacés, pero te merecés lo mejor. Me da un beso de despedida en la mejilla. Yo la tomo de la cintura, la atraigo fuerte contra mi cuerpo, es algo lo más parecido a un abrazo que sé hacer. Por unos segundos quiero sentir su cuerpo, su piel contra la mía. Soy un baboso, pienso. Cuando sale a la pista, levanta el brazo, me saluda por última vez. Por los grandes ventanales la veo subir al ómnibus que la lleva al avión.
Mientras salgo del Aeroparque pienso en la Yoli, en el Rolo, el Beto y, por fin, en Cacho, en qué mierda le voy a decir, si es la pura verdad, nunca jamás le fallé.         


jueves, 24 de diciembre de 2015


MAREA ALTA




A nadie sorprendió esa muerte. Episodios desagradables como éste ya no conmovían. Tan ensimismados estaban todos en el devenir de sus propios problemas, que los demás no les interesaban.
En ese caluroso atardecer de verano del año 2020, mientras la gente volvía presurosa de sus trabajos a refugiarse bajo sus equipos de aire acondicionado, una mujer yacía en medio de la calzada, tapada por diarios viejos y bolsas de residuos. Al cruzar la calle, la violencia de un automóvil la había convertido en un molesto despojo. En una foto oscura y triste, perdida entre noticias más importantes en el diario del día siguiente.
Testigos decían haberla visto distraída. Otra vez, el peso de la culpa iba a caer sobre la víctima. Como una forma de admitir que la calle, ese invento que desde tiempo inmemorial separa a los transportes de los peatones, pertenece a los que manejan. Y que la gente de a pie debía respetar la prioridad, la urgencia de los vehículos que pasaban raudos, experimentando a pleno el placer, la prepotencia de la velocidad.
Cuando dos días después, un automóvil arremetió contra un refugio donde varias personas esperaban un ómnibus, mató a cuatro y siguió su camino, un hálito de preocupación se instaló entre la gente. Nadie pudo ver la chapa de ese vehículo ni aventurar una explicación de lo que había pasado. Esa misma tarde, en una de las avenidas más concurridas de la ciudad, mientras varios coches esperaban la luz verde, uno arrancó en forma inesperada atropellando a una mujer con un chico. Fue entonces que una nube de pánico se expandió por toda la ciudad.
Los expertos miraban las estadísticas. Mientras estos episodios se encontraran dentro de la media anual de muertes por accidentes de tránsito, decían, no había por qué alarmarse. Eran pequeñas manchas dentro del ritmo acelerado y  entusiasta de las grandes urbes. Un efecto indeseado causado por los nuevos modelos que salían al mercado, pletóricos de adelantos técnicos.
Un mes después, todas las comisarías de la ciudad enviaron sus informes a la central. Recién en ese momento, pudo verificarse que estaba pasando algo fuera de lo común. La información remitida no hacía más que mostrar en las planillas lo que ya era visible en las calles: los vehículos arrollaban a la gente y huían. Es más, se protegían entre sí obstaculizando el accionar de la policía.
En poco tiempo, el problema se extendió como una epidemia. El efecto contagio estaba a la vista. Los automovilistas se animaban unos a otros a ingresar en la cofradía de los atropelladores, competían entre sí para ser los primeros en perseguir y derribar a los peatones más débiles e indefensos.
Los que eran detenidos, al ser indagados, contestaban a coro que el episodio había ocurrido por el descuido del que cruzaba, por su falta de atención. Y pasaba lo de siempre, salían libres.
Los testigos que se atrevían a declarar en contra de los automovilistas aparecían muertos en alguna esquina de la ciudad con un cartel intimidatorio pegado en el pecho.
La gente comenzó a salir poco o a no salir. Muchos compraron automóviles, las fábricas no daban abasto. Se pasaron de amenazados a amenazantes, de víctimas a victimarios, para poder gozar de los muchos clubes formados al calor de la sangre esparcida y los cuerpos mutilados, donde se contaban decenas de anécdotas, cuanto más crueles más festejadas. 
Mientras las mentes más sensatas trataban de entender lo que ocurría, convocando a reuniones en los más diversos foros, la prensa, los llamados diarios serios, adoptaron una actitud simple y contundente, el Estado tenía la culpa de todo lo que estaba pasando. La televisión acompañaba, repitiendo con imágenes, la misma jerga de los diarios.
Los ciudadanos de a pie, que seguían siendo muchos, estaban arrinconados entre los bestiales conductores por un lado, y la policía por otro, que dudaba entre proteger a los atacados o plegarse al grupo depredador  con su variedad de equipos motorizados.
Los pocos pensadores libres que tenían la audacia de disentir con la mirada impuesta por la prensa, no se dedicaban a buscar chivos expiatorios, analizaban con inteligencia las posibles causas del fenómeno, tratando de encontrar soluciones de fondo. Por desgracia, su repercusión y alcance práctico era muy limitado y, en muchos casos, silenciado.
Fue en esos días en que las agresiones recrudecían que los jóvenes tomaron una determinación.
Los primeros en rebelarse fueron los de secundaria. Fueron armando sus estrategias a través de las redes sociales hasta ponerse de acuerdo. No irían más al colegio. No hubo argumentos que los convencieran. Algunos padres, los más violentos, llevaron a sus hijos por la fuerza. Pero era imposible dar clase. Los chicos se escapaban de las aulas agrupándose en los patios de las escuelas y allí, celebraban sus asambleas, decidían seguir resistiendo.
Al poco tiempo, se plegaron los universitarios. Concurrían a las facultades pero elegían sus propios profesores. Se daban clases sobre el tema que más preocupaba. Cómo y por qué se había llegado a esta situación y de qué forma parar a la jauría de asesinos sobre ruedas que envilecía a la sociedad con su descontrol y su sed de sangre.
Ante esta situación, la preocupación social estaba dividida. Muchos pensaban que la educación no era primordial. Si los jóvenes no querían estudiar, que no lo hicieran. Se ahorraría una gran cantidad de dinero que podría utilizarse para otros fines, para ellos, más importantes. Los más audaces proponían bajar los impuestos, considerando las partidas que ya no sería necesario recaudar.
Los maestros desocupados se organizaron en brigadas que asaltaban los supermercados y las tiendas. La policía no alcanzaba a poder reprimirlos, tan ocupada estaba en defender peatones o atropellarlos.
Los más chicos no podían quedarse solos todo el día y las madres desertaban en masa a sus trabajos para poder cuidarlos. La situación, lejos de solucionarse, empeoraba.
Transcurrido un tiempo, la industria ligada a la educación quebró, como muchas otras, y comenzaron a escasear los profesionales. La salud de la población fue deteriorándose rápidamente. Los hospitales cerraban, la gente enferma deambulaba por las calles. Algunos morían atropellados por los feroces automovilistas, otros, exhalaban su último suspiro en la soledad de los parques.
En ese contexto desolador, grupos de hombres, mujeres y niños comenzaron a reunirse en  lejanos e inaccesibles lugares costeros. Invadían las playas o las zonas rocosas que quedaban al descubierto con la marea baja y caminaban hasta la orilla del mar. Allí se sentaban formando un círculo. Algunos cantaban, otros meditaban con la vista fija en el horizonte. Cuando la marea crecía, se tomaban de las manos hasta que el mar los cubría. Y así los encontraban los guardacostas que patrullaban la zona. En distintos puntos de la extensa costa marina del país, se fueron repitiendo estos episodios. Parecía imposible controlarlos, no había hombres ni máquinas suficientes. Y lo más grave, ni siquiera el suficiente empeño para hacerlo. Estos grupos solían armarse en el silencio y la oscuridad de la noche y esperar así la llegada de la marea alta. De esa manera, se hacía todavía más difícil localizarlos.
Por primera vez, los diarios y la televisión, las mayorías convencidas, atónitos, no sabían qué decir. Aunque muchos, en secreto, aplaudían la decisión de los que se inmolaban. Siempre habían pensado que reducir la población era una buena forma de solucionar los problemas económicos y sociales, las crisis reiteradas que los aquejaban.
Barrios enteros quedaron desiertos. Unos partían hacia las playas, otros, con rumbos desconocidos.
Los jefes de las bandas de atropelladores, frustrados por la ausencia de sus presas, trataron de reunirse con el poder político y plantear sus exigencias. Ya era tarde. Quedaban muy pocos funcionarios y casi nadie para ejecutar las órdenes que se hubiesen impartido.
La frustración los enfurecía aún más. En el paroxismo de su locura, organizaron grandes torneos en los tramos rectos más largos de las carreteras donde se enfrentaron entre ellos hasta extinguirse casi por completo. Los pocos que quedaron, aislados, desbarrancaban  sus autos desde lo alto de las montañas.
Sólo cuando se hizo evidente que la epidemia de furia desenfrenada había cedido, los que se ofrecían a las mareas altas comenzaron a desistir de sus intentos. Diezmados y temerosos, los sobrevivientes fueron volviendo poco a poco a las ciudades para sumarse al lento y difícil proceso de reconstruirlas. A pesar de su fe en el futuro, nunca dejaron de estar alertas, de vivir con el temor de que, en cualquier momento, un rebrote podía devolverlos al  infierno por el que habían pasado.


domingo, 20 de diciembre de 2015

FARIDABAD




Al fin resolví lo que debía hacer. Reuní mis ahorros y compré un pasaje de ida a Calcuta. Organicé mis cosas y, a los pocos días, partí. Veinte horas después, aterrizamos en suelo hindú.
Busqué un taxi. Me hice entender por señas que quería ir a la terminal de ómnibus. Allí saqué un boleto para la ciudad de Faridabad, en el estado de Haryana, cerca de la frontera entre India y Pakistán.
Luego de un larguísimo traqueteo en ese pequeño transporte en medio de un ambiente irrespirable llegué a mi destino. Tomé impulso y me lancé a caminar sin rumbo fijo.
Dicen los que saben que hay dos maneras de conseguir que las pesadillas reiteradas no se vuelvan a repetir: una es escribirlas. Reproducir con minucioso detalle todo lo que ocurre en ellas. La otra es vivirlas.
Como no soy muy bueno para escribir, elegí la segunda.

Solo, sin un centavo, apenas con la ropa que llevo puesta y sin entender una palabra, me interno cada vez más en la ciudad desconocida. Para terminar con esta agonía y, quizás, recién entonces, poder dormir serenamente.