Cuando
Jerónimo Casadebal cumplió 22 años, su padre lo invitó a almorzar. Fue un hecho
inusual. El padre se iba a las ocho de la mañana y no volvía a casa hasta
avanzada la tarde atendiendo la empresa familiar. Lo llevó a su restorán
preferido, reservado para las ocasiones especiales. Pidieron cada uno sus
platos favoritos, hablaron de la melancolía de la madre, de la violencia del
hermano mayor, de la dulzura de la nena más chica. Cuando llegaron a los
postres, Petrel Casadebal le preguntó a su hijo qué ideas tenía para el futuro.
Ya estaba en edad de asumir responsabilidades y tenía la secreta esperanza de
que su hijo predilecto, en algún momento, se hiciera cargo del negocio. Para Jerónimo
Casadebal no tener ninguno era su mejor plan. Ni siquiera se había detenido a
pensar en su futuro. No veía en su horizonte carreras universitarias y, menos
aún, trabajar al lado de su padre. Eso significaba un porvenir pleno de
responsabilidades donde él, algún día, se tendría que hacer cargo de su
familia. Cuando ocurrió la crisis del
2001, su padre comandó el salvataje de la empresa, la sacó a flote. ¿Por qué no
podía seguir siendo así por muchos años más?
Nacido
a comienzos de los ochenta, Jerónimo Casadebal había crecido con la democracia.
Con
la abulia de saber que los demás se ocupaban de lo que había que hacer.
Unos
meses después, con su desilusión a cuestas, Petrel Casadebal le consiguió a su
hijo un puesto en una enorme y prestigiosa compañía de seguros que, de acuerdo
a sus deseos, le exigiría el mínimo indispensable de esfuerzo. Bastaría con
llegar a horario, sentarse en su escritorio, desde donde tenía una magnífica
vista de plaza San Martín, esperar la llegada de clientes nuevos o dedicarse a
completar formularios siempre iguales de los que ya estaban en curso. Comenzó
para Jerónimo Casadebal una época feliz. Esperaba con ansiedad la
llegada de la hora del almuerzo. Sus momentos de mayor placer eran los
mediodías soleados. Tomaba la vianda que traía de su casa, cruzaba la calle, se
acomodaba en uno de los bancos en lo alto de la barranca del gran parque y dejaba
que su vista se perdiera en la alfombra verde que se deslizaba suavemente hacia
Retiro. Disfrutaba de su soledad en medio del ir y venir de turistas ruidosos sacándose
fotos, mezclados con esa otra gente de carpeta y portafolio, seria y apurada,
como si fueran en pos de objetivos definitorios para sus vidas.
Qué
podía ser más importante, pensaba, que disfrutar de un descanso observando la
pasión que los demás ponían en sus ajetreadas vidas, empujados por sus
angustias y necesidades.
Su
devenir, en cambio, se asemejaba al de un velero deslizándose en un lago,
llevado como de la mano por una brisa apacible, envuelto por el sol de un día
de primavera.
Eso
fue así hasta un mediodía ventoso y nublado en que ese hombre osó sentarse a su
lado, justo en su ubicación privilegiada, con una vista panorámica de la
avenida del Libertador, la Torre
de los Ingleses y el Sheraton, lugar que sentía de su propiedad. Ese hombre
extraño, además, no se sentó en un extremo como enseña el pudor habitual dejando
entre los dos la distancia necesaria. Ubicó su cuerpo en el medio del banco,
como diciéndole que le disputaba su fantasía. Esa proximidad lo inquietó. Cuando
la cercanía es tan estrecha, se pueden llegar a percibir los olores del otro y
eso, cuando se trata de desconocidos, no es algo agradable. Las plazas, pensó, aun
las más distinguidas, no pueden eludir su fama de refugio de toda clase de
especímenes humanos y acontecimientos indeseables.
Algo
incomprensible lo inquietaba y lo atraía por igual de ese hombre de vestimenta
austera, parecido a un oficinista como él, pero venido a menos. Su pantalón de
corderoy azul, zapatos negros y saco gris claro habían tenido, con seguridad,
mejores épocas. Pero conservaban, observó, una distinción, un gastado señorial,
un cierto aire profesoral. Sería un intelectual, se dijo, quizás para aventar
otras ideas.
Sentados
como estaban, no podía ver bien su rostro. Le pareció un descaro de su parte
torcer la cabeza para mirarlo, pero su curiosidad pudo más y, al buscarlo con
la mirada, se encontró con la de él. Era un hombre de unos cincuenta años bien
llevados, tez muy clara, ojos firmes, cabello abundante y gris, que le
confirmaban la presunción de estar frente a un maestro o un artista.
Cohibido,
sólo se le ocurrían trivialidades y antes que balbucear incoherencias, prefirió
el silencio. El otro sí habló. Conocía de lo que hablaba y no le costaba
hacerlo. Fue directo, frontal.
Terminada
su hora de almuerzo, Jerónimo Casadebal se disculpó, tenía que volver a su
trabajo. No sabía bien por qué, pero estaba seguro de que iba a volver a
encontrarse con ese misterioso personaje al día siguiente y también en los días
sucesivos. Es más, que iba a desear encontrarse con él. Como si ese hombre,
desconocido hasta ayer, le hubiera inoculado una droga que lo estimulaba con
entusiasmo a dudar de sí mismo, de su pasado, de los hechos que ocurrían a su
alrededor, de su familia, del mundo, de la historia de la humanidad, en la que
nunca había pensado demasiado. Sintió que Jan Niilus, así dijo llamarse el
extraño compañero de banco, lo llevaba por primera vez a ver una realidad
distinta a la habitual, igual en muchos aspectos pero diferente en lo esencial.
No podía pensar claramente todavía. Pero su mundo poco a poco mutaba. Se le
ocurrió pensar en las serpientes. Una nueva piel aparecía, oculta bajo la
conocida. Se imaginó como un juguete al que le fuera posible ver el mecanismo
de relojería que se escondía dentro de sí, las piezas y engranajes que lo
constituían, que le permitían ser quien era. Los mismos nombres y ámbitos se le
aparecían ahora con distintos significados.
Pasaron
un par de semanas y la exposición a esa rara persona le quemaba. Hubo momentos
en que hubiera querido huir, salir disparado sin más, sin explicaciones. Pero
no, algo lo atraía con tanta o más fuerza que la que lo repelía. Quedarse a
escucharlo era acercarse peligrosamente a una llama atractiva y poderosa. El
calor, irresistible, corría parejo con el terror de morir incinerado.
Empezó
a dormir menos, a las seis ya estaba en pie. Un sábado se lanzó a caminar sin
rumbo por la ciudad durante varias horas; fue de Belgrano, su barrio, hasta
Barracas. Allí tomó un colectivo cualquiera que lo llevó a la provincia. Sacó
un boleto hasta la terminal. Cuando llegaron a Quilmes ya era de noche, el
chofer lo obligó a bajarse. Parecía una locura, pero se quedaría allí el tiempo
necesario para aclarar sus ideas, tomar decisiones. Agotado, se acomodó como
pudo en un banco de una pequeña plaza mal iluminada. Invadido por una extraña
tranquilidad, se durmió de inmediato. Soñó con Jan Niilus, que no dejaba de
hablarle mientras recorrían juntos la ciudad y sus parques. Le había perdido el
miedo, se sentía bien con su cercanía.
Transcurrido
el domingo, volvió con algunas frases grabadas en su mente.
Una
fue: “soy el dueño de la clave del futuro de la humanidad”. Él la tenía y no
sabía aún qué hacer con ella.
Otra:
si poseía una verdad fundamental para el género humano debía
difundirla, ser su portavoz. El mundo entero tenía que conocerla, marchar de allí en más en la
dirección correcta. Basta de dudas y errores. De violencia sin sentido. De
muertes innecesarias.
Perdió
su trabajo en la compañía de seguros. No lo lamentó. Hacía tiempo que
estaba incómodo, sus compañeros se habían transformado de la noche a la mañana
en burdos títeres compitiendo entre sí en un teatrillo ridículo en el que él ya
no quería participar.
Hizo
un intento de hablar con su padre. Lo citó en un café a la salida del trabajo. La
desorientación que le generaron sus palabras lo convenció de
que mejor era dejarlo en paz.
Retornó
a Jan Niilus. Le pidió su dirección. Una persona así sólo podía vivir en Flores. Allí fue una tarde fría de invierno a
visitarlo en su casa, antigua como un templo romano. Le contó de su nueva piel,
del azoramiento en que se encontraba.
Aquí
hay algo del nirvana del príncipe Siddartha, le dijo Niilus; del sattori
de Jean Gebser o los ángeles de Swedenborg. Le habló de esos personajes de
los que nunca había oído, de los sucesos extraordinarios que habían ocurrido
en sus vidas.
Jan
Niilus, pragmático profesor retirado de filosofía, sólo había descubierto que
Jerónimo Casadebal era un hombre común en una situación excepcional. Que el
darse cuenta lo había asaltado de improviso en un momento cualquiera de su
apacible vida de la manera más casual. Que él sólo había pronunciado las
palabras justas para que el milagro ocurriera, mostrándole
los pliegues donde se esconde la realidad
y que permite, al verla, intuir hacia dónde va el mundo.
Y
ahora él era un iluminado. Un portador de la verdad.
Imposible
no responder a esa llamada.
A
partir de ese día, se dedica a frecuentar los parques de la ciudad.
Comparte un banco o el borde de un árbol con una persona joven y le habla.
Algunos lo escuchan. Otros, molestos, se levantan y se van. Por las noches se
arrebuja en una bolsa de dormir de sus épocas de estudiante. Muchas veces, Jan
Niilus lo acompaña.